sábado, 17 de diciembre de 2011

Bastará con decir que Ernesto Sabato no ha muerto


Ni el rigor de los años, ni la fragilidad de la memoria podrían arrebatar lo que el pesar de un hombre dejó escrito en pasajes de novelas y ensayos. Para que un hombre muera solo hace falta que se lo olvide.

Ernesto Sabato se preparó a morir en 1998, luego del fallecimiento de su esposa Matilde y después de haber recibido unas prevenciones de los doctores. No tuvo mejor forma de hacerlo que escribiendo un libro al cual tituló "Antes del fin", libro que, me permito decir, es uno de los pocos que consiguieron entusiasmarme verdaderamente, de esos que se leen más de una vez en el mismo día.

Pero cómo no iba a emocionarme aquella especie de testamento en donde el posible difunto se dispone a dejar su herencia, que no consistía en objetos materiales sino en profundos recuerdos que resultaron ser trascendentales en su vida. Es imposible no recordar cómo sufría todavía la muerte de su hijo; o la vez en que el pintor surrealista Óscar Dominguez lo invitó a que se suicidaran juntos una noche. Sabato rechaza la invitación a pesar de reconocer haber sido tentado por la propuesta. El pintor, sin embargo, decide postergar su suicidio (lo concreta al año siguiente). Este era el contexto en el cual se desarrollaba su vida en París. Este tipo de riesgo se corría al involucrarse con los surrealistas, cuya corriente estaba en pleno apogeo.

Esa era la vida de Ernesto Sabato por las noches, porque de día era un respetado científico del Laboratorio Curie en París. "En el Laboratorio Curie, en una de las más altas metas a las que podía aspirar un físico, me encontré vacío de sentido. Golpeado por el descreimiento, seguí avanzando por una fuerte inercia que mi alma rechazaba", reconoce en un pasaje.

Era un hombre que se debatía entre dos vertientes: la racional y la emocional. La ciencia representa lo metódico, lo riguroso, lo exacto y preciso, cualidades que deslumbraron al Sabato adolescente, le entusiasmaba ese mundo donde logaritmos y sinusoides conseguían establecer un orden absoluto, inequívoco y perfecto. Sin embargo este mundo le parecía frívolo y cruel, por su escaso o nulo compromiso con el hombre y su tiempo. Entonces decidió dedicarse de lleno a la escritura.

Renunció no solo al Laboratorio Curie, sino también a un futuro promisorio y estable, para embarcarse al por entonces incierto territorio de la literatura. Esta decisión resultó ser valiente para algunos y absurda para sus colegas científicos, más todavía porque ya tenía esposa y un hijo que mantener.

El túnel

“Bastará decir que soy Juan Pablo Castel, el pintor que mató a María Iribarne”, así comienza su intensa novela psicológica que tituló “El túnel”, en donde Sabato nos hace viajar por el vertiginoso mundo paranoico y obsesivo de Juan Pablo Castel, quien narra con meditada turbación los acontecimientos que lo indujeron a asesinar a la mujer que amaba.

Castel no es más que el espejo en donde nos miramos y nos reconocemos algunos, tanto así como María Iribarne, o Hunter, o el marido ciego. Pero detrás de todos ellos está uno solo: Ernesto Sabato, hombre perseguido y atormentado por un fantasma: “Uno se embarca hacia tierras lejanas, indaga la naturaleza, ansía el conocimiento de los hombres, inventa seres de ficción, busca a Dios. Después se comprende que el fantasma que se perseguía era Uno-Mismo”, dice en el prólogo de Hombres y Engranajes.


En este período también escribió obras como “Uno y el Universo”, un pequeño libro en donde encontramos ensayos, aforismos, reflexiones expuestas a manera de microficción, otras con más criterio dogmático, sin dejar de poseer altos porcentajes de ironía y entusiasmo.

El porqué del título, además de hacer alusión al comienzo de El Túnel, también tiene algo que ver con una conversación en donde con una amiga reflexionábamos sobre la muerte del escritor. Ella respondió a algo que dije con esta frase: “Sabato no está muerto. Hace rato que Sabato se volvió inmortal”.

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