miércoles, 13 de noviembre de 2013

Cuento para niños, cordura y suerte


Como consecuencia del drama judicial (más que literario) suscitado por las obras “El túnel de mi abuelita”, de Ernesto Domingo, y “Mi tortuga corre más rápido”, de Guadalupina Muchaplata, miembros del autodenominado grupo EPP  (Escritores Para Pelotudos) se llamaron a asamblea en el espacio creativo “El café, la literatura y yo” para debatir acerca de los parámetros más justos para evaluar una obra  y/o catalogarla como plagio.

Increíble cantidad de escritores de todas las edades se presentaron al llamado que esta academia de autodidactas realizó días atrás para debatir sobre el tema que tanto aqueja a la sociedad artística y a la economía nacional: el plagio.

Sin embargo la diversidad etaria  reveló  otros dilemas del rubro. Como los escritores más antiguos cuestionaron la idoneidad de los más pueriles para juzgar o intervenir en un tema tan delicado, en respuesta, los jóvenes, más osados, plantearon condenar, antes que el plagio, la mala literatura; hecho que algunos lo interpretaron como una indirecta oprobiosa.  Pronto surgieron los más libertarios exponiendo ideas como “quién es quién para juzgar la literatura”, en eso algunos escritores asociados al gremio ELITE (Escritores Lindos Inteligentes Totalitarios y Estéticos) presentaron sus respectivas membresías que los habilitaban como profesionales pertinentes  para realizar dicha actividad indagatoria.

Frente a este escenario se imponía un paisaje desconcertante en un rincón alejado; los escritores más pequeños, hijos de algunos de los presentes, permanecían callados, dibujando, pintando, escribiendo, intercambiando lápices y papeles, sonriendo, disfrutando, abstraídos en su universo interno, imperturbables.

Al término de la infructuosa reunión que no dejó satisfecho a ninguna de las partes, los escritores adultos que fueron a recoger a sus hijos observaron los papeles escritos y dibujados y preguntaron de quiénes eran esas obras. Los niños, en un gesto de desentendida culpa escondieron sus manos hacia atrás, y dejando caer sus crayones dijeron que esos papeles no les pertenecían, que ya estaban ahí cuando habían llegado.

jueves, 20 de junio de 2013

aprendizaje

aprender a

olvidarte de memoria

reconstruirme como si no me hubiera muerto una semana

desempolvarme los sueños de mi rostro

construir una palabra silenciosa

postergar un suspiro

dejar un recuerdo para mañana

cansarme de decir tal vez

sombra y uno mismo


"Al llegar a una esquina, mi sombra se separa de mí, y de pronto, se arroja entre las ruedas de un tranvía"

Oliverio Girondo
-Hola -dijo la voz que no tenía rostro ni cuerpo. Yo miré a todos lados. La noche estaba fría.
-Hola, -dijo otra vez.
-Hola -dije por decir algo. Tuve miedo. Estaba solo en la calle.
-Hola -dije de vuelta y me fijé en mi aliento que salía como humo de cigarro.
-Estoy aquí -dijo la voz y también pude distinguir su aliento en el muro.
-A dónde vas -preguntó.
-Voy a mi casa.
-¿A qué vas?
-Tengo frío -respondí.
-¿A qué vas? -Volvió a preguntar.
-No sé. Tengo frío y es tarde.
-¿No sabes a qué vas a tu casa?
-Voy a dormir, a comer.
-Así que estás cansado y tienes hambre.
-Sí. ¿Quién sos? ¿Qué sos?
-Yo soy tu sombra. Quedé atrapado en este muro.
-¿Cómo fue que pasó eso?
-No sé. Tú siempre dejas tus cosas por ahí. Seguramente eso pasó.
Me fijé en el piso girando una, dos, tres veces. La luz de aquel alumbrado era débil, pero aún así debía proyectar alguna sombra mía.
-Es verdad. No tengo sombra –dije.
-Por qué habría de mentirte.
-No dije que mintieras.
-Dudaste de mí, de tu propia sombra. Quizá por eso me dejaste.
-Yo no te dejé.
-¿Entonces qué pasó?
-No sé. Recién ahora me percato de tu ausencia.
-Ni siquiera te esfuerzas en disimular tu desinterés.
-No es que no me interese. Es que uno no se anda fijando en su sombra a cada rato. Las personas asumen que están ahí, como siempre. Perdoname pero debo irme ya.
-¿Así sin más?
-Sí. Hace frío -dije y me alejé lento, con un extraño sentimiento de angustia. No debí tratarle así. Quizá deba volver a disculparme.
Llegué a casa y encendí la luz de mi habitación. Nunca aquella luz me pareció más trágica y cruel. Busqué mi sombra en el piso. Fui por una vela, también probé con una linterna pero no funcionó (a la linterna le faltaba una pila). Apagué la luz y pensé en mi sombra. Mi sombra, dije.
Desperté muy temprano. Lo de la noche anterior seguía presente en mí. ¿Lo habré soñado? Había un poco de luz que entraba por la ventana. No quise levantarme. No quería mirar el piso. Mi sombra, mi sombra, pensé en voz alta sin atreverme a desviar la mirada del techo. Me dispuse a levantarme, lentamente, inclinando la cabeza levemente hacia arriba.
-Qué te pasa -preguntó mi madre.
-Nada -dije. Fui al baño y no quise mirar el espejo. No sé por qué no quise mirar el espejo. Bueno, voy a ir hasta el muro. Voy a ir hasta el muro sin mirar el suelo.
Con la cabeza siempre hacia adelante caminé intentando tropezar lo menos posible. Llegué al muro pero no encontré mi sombra. Miré con ilusión el suelo pero tampoco estaba ahí.
-Acá estoy -dijo.
-Dónde, pregunté ansioso.
-Acá, escondido entre la sombra del árbol. Esta mañana pasó una señora y me miró extrañada, indagando en vano el paisaje, buscando un objeto que me proyectara. Creo que logré convencerla de que era una mancha.
-Me buscaba a mí…
-Sí.
-Perdón por irme así anoche, no es que no me importaras. Tenía frío y estaba hambriento y era tarde…
-No hay problema.
-Quisiera… quisiera que vuelvas…
-¿A dónde?
-A mí…
-No quieres eso.
-Sí quiero. Quiero que vuelvas.
En ese momento se acerca una mujer de avanzada edad, con pasos cansados, como si estuviese cargando algo pesado en la espalda. Se detiene justo frente a mí.
-Qué raro –comenta- hace rato me pareció ver una mancha acá, -dijo señalando con su bastón tembloroso, y pretendiendo, con su mirada incisiva, encontrar un gesto de aprobación en mi rostro.
- Yo no vi nada, señora.
- ¡Señorita! –exclamó alterada, y se alejó lentamente.
- No es bueno que te quedes más tiempo –dijo la sombra.
- Pero vuelvo esta noche –dije. La sombra no respondió.
Todo ese día fue terrible. Sólo podía ver las sombras de todas y cada una de las cosas que observaba. Personas y objetos; cada uno con su sombra. Algunos se daban el gusto de tener dos o más. Yo sin embargo ni una sola. Una mujer en cuya sombra me había fijado con insistencia me tomó por sospechoso y se alejó sin disimular su desprecio. Sentí su mirada como si me hubiese lanzado un escupitajo. Los que estaban cerca también se alejaron, todos y cada uno de ellos con sus respectivas sombras. Me quedé solo, porque sentí que era el único hombre, el único objeto sobre la tierra a quien le estaba vedado mostrar su lado oscuro, el único objeto del cual la luz no conocía su rastro. Giré de inmediato con la intención de huir también y fue tanta mi prisa que estuve a punto de chocar contra un anciano.
-Perdón –dije.
-No hay problema –contestó con voz cansada, y me quedé viendo cómo se alejaba con su bastón golpeando el suelo cada dos pasos.
- ¡Espere! –grité y llegué a él, chocándolo esta vez.
- ¡Usted también!… digo, usted tampoco –corregí, haciéndole gestos hacia el suelo. El viejo me agarró fuerte de brazo, escogió el camino desolado y caminamos por el medio de esa calle.
-¿Por qué no subimos a la vereda? –pregunté. El viejo se detuvo justo después del golpe del bastón.
- ¿Es que acaso no lo sabes todavía? –dijo con su voz ronca y cansada.
-¿Saber qué? Lo que sé es que ni usted ni yo tenemos sombra.
-¿Sombra? ¿Todavía la llamas así? ¡Ay! Estos jóvenes de siempre… Lo que tú has perdido es tu muerte. Tu muerte única y personal. Tu muerte tácita, secreta y anónima. La sombra no es más que su disfraz, la mortaja con la que cubre a sus portadores. La metáfora. Sí. ¿Quién se anda fijando en su sombra? ¿Quién anda pensando en la muerte, en su muerte? No te fíes de ella, puede aparentar inocente para hacerte volver. Los años me han enseñado a cuidarme. Evitar las veredas con muros oscuros es un buen comienzo. Aunque no parezca hay muchos como nosotros, pero nadie lo nota. Algunos ni se enteran de haberla perdido e inconscientemente la recuperan. Tú tienes suerte, chico.
-Debo admitir que lo que dice usted es muy interesante señor, pero debo irme ya.
-No olvides eludir los muros oscuros.
-Ok, no lo haré. Gracias por los consejos… Este viejo está loco. Aunque tiene algo de coherencia lo que dice. Pero ¿Gente que anda sin sombra por ahí? ¿La muerte disfrazada? Mientras pensaba en todo esto fui llegando al muro de mi sombra. No quise arriesgarme y fui por el medio mismo de la calle. Todo estaba silencioso y hacía frío.
-¿Hola?... ¿Sombra? –dije y me acerqué un poco más.
-Acá estoy –dijo.
-¿Dónde? –di un paso más- ¿Dónde? –pregunté otra vez y vi mi aliento que salía como humo de cigarro.
-Acá estoy –escuché y pude ver cómo el vapor de un aliento subía frente a mí. La luz del alumbrado era débil, pero aún así no me atreví a mirar el piso.

martes, 11 de junio de 2013

Oda a mi generación (Canción y texto de Silvio Rodríguez)

No me había percatado de que Oda a mi generación podría ser asumida por personas de otro tiempo. Veo que quienes son revolucionarios por estar a la altura de sus circunstancias podrían sentir esta canción como propia, también podría decirse que pueden suscribir esta canción los que no se amilanan frente a las contradicciones, los que quieren ir más allá, incluso de sus propias dudas; los que entienden que lo que está en juego, o sea, el destino de este país, los trasciende como persona. Pero hay que decir que no todos tenemos el mismo aguante. Dicen que el umbral del dolor es más sensible para unos que para otros, por eso esta no es una canción que califica;  no puede serlo, porque está escrita desde el desgarramiento. Esta es una canción de alguien con principios y con consciencia, de pie ante sí mismo tratando de responder a cuestiones que no se suelen formular en voz alta. Es que habían cosas que eran necesario decir y que no estaban dichas. Me parecía que pronunciarlas era una necesidad inclusive colectiva, una forma de exorcizarnos de temas que suelen parecer tabúes.

viernes, 19 de abril de 2013

Metasaurio


Cuando Gregorio Samsa despertó las naranjas aún estaban ahí. Intactas en color y forma. Amarillas, pálidas sin miedo.

Dos, eran dos. Una tenía lunares. La otra era lisa, asfáltica. Empecé por ella. La corté por la mitad sin remordimientos. Sangró poco. Exprimí. Exprimí más. Intenté sacar todo el líquido y no cayó ninguna semilla. Agarré la otra mitad. Lo mismo pero igual. Agarré a la moteada, intuí el corte a la proximidad de una de sus manchas y la rasgué. Fallé su proporción. La exprimí ya sin esperanzas. La otra mitad. 

 Entonces llega alguien y me dice: Recuerdo cuando era alguien y la idea de la muerte me hacía asumir la existencia y sus implicancias desde otra perspectiva.

jueves, 4 de abril de 2013

Diario íntimo de los últimos escritores


Alguien está llorando, en una esquina lluviosa, húmeda de sudor y sangre. La mujer llora, ha parido un hijo rojosangre, lloroso de lluvia, mojado en sangre. Pero ha muerto. Tuvo que hacerlo, no le quedó de otra más que suicidarse, le supo mejor la placenta.
 La mujer llora, claro que sí. Un perro se le arrima y se relame. Hola guagüish. Tuki tuki na que lindo, lloró la mujer. Mba'e jajapota, pensó el jagua. Lluvia.

Por qué darle un nombre a algo que me nombra

Empiezo, dudo. Escribo, pienso, trato de no pensar en pensar. El pensamiento domina, replantea el texto. Prisión.

domingo, 31 de marzo de 2013

Qué mal título (el mío)

La epidemia de 7 Cajas ya acabó, qué bueno. Ahora es un buen momento para mirar la película sin dejarme sugestionar por la crítica avezada o popular.

En este mismo instante no recuerdo el inicio, pero creo que empecé a desmotivarme cuando los personajes comenzaron a hablar. El guion no ayudó mucho; quien lo haya redactado no se tomó el tiempo de involucrarse enserio con el Mercado 4 y su dialecto coloquial. Lo que sí creo que debe destacarse es la actuación de unos cuantos que encarnaron a los personajes con la actitud necesaria para rescatarlos de la inverosimilitud de sus diálogos. Además de eso existen escenas muy logradas, como aquella de la persecución por el mercado que me recordó a una escena de Slumdog Millonaire, tanto me recordó que me dieron ganas de volver a verla. Ahora hablemos de la música (¿qué música?). Quiero decir que sobre los tecnicismos del mundo fílmico desconozco bastante  (me gustó la fotografía), sin embargo me atrevo a decir que como directores me parece muy bueno y mejorable este dúo. Fuera de eso opino que también es un logro para un país como el nuestro, donde las expresiones artísticas están tan abandonadas, que se active el movimiento del 7º arte, pero no considero sano para el desarrollo y la evolución de proyectos futuros la sobreestimación de este filme, por más que sea paraguayo (Lugo, Yingo, etc. son paraguayos, y no por eso andamos sobreestimándolos por ahí). También espero que no se elitice la producción fílmica ni que el apoyo sea exclusivo para estos productores y directores, que ya han mostrado lo que pueden hacer.

PREMIOS

Supongo que tiene que ver con el formato, el contexto locativo, la vanguardia que implica (para lo oxidentalizado) mostrar el arrabal y sus implicancias socioculturales, económicas. También supongo que quienes juzgan, como son extranjeros, desconocen (más que el guionista) el dialecto del Mercado 4, entonces lo asumen como posible; claro que esto tampoco es percibible para el público paraguayo que no acostumbra a ir a "esos lugares".

Fuera de todo eso, me gustó.

Por poner algo

domingo, 24 de marzo de 2013

Sajonia

Después de eso salí a la noche sin rumbo fijo.  Otra vez así, condenado al ostracismo de las calles sin nombres, de sombras sin dueños; perdido en ese silencio oscuro profanado de a ratos por el aullido de algún perro vagabundo. Habían dicho que esas calles escondían vertiginosos misterios  y yo estaba lo suficientemente ebrio como para sondearlos. Ese lúgubre camino que por tanto tiempo se había postergado en mis pasos, ese asfalto con árboles que se encorvan de un lado a otro formando un arco largo entre vereda y vereda, esa bajada profunda, como de abismo sin retorno. Caminé durante horas, o al menos eso creí; es difícil precisar en ese estado el transcurso del tiempo. Abandonado a la arbitrariedad de los caminos sinuosos llegué hasta un parque aparentemente olvidado por los niños. Caminé hasta toparme con un enorme árbol que tenía un hueco casi igual de enorme en él. Entré. La oscuridad era pura, solemne, absoluta. Sentí que mis pupilas se dilataban al tiempo que mis manos exploraban la textura rugosa de las vísceras del árbol. Caminé dentro de él, palpando en semicírculo sus vértebras alteradas por grabados de letras que se juraban amor eterno. No pude evitar recordarte. Y esos recuerdos eran así como de fantasmas que deambulan en habitaciones cercanas, fantasmas que discuten un llanto de algo perdido. Así te veía, como en un poema escrito por otro,  en un anagrama desordenado de tu nombre; y yo como en exilio de tu patria diminuta, como un silencio de lluvia detrás de la ventana. Tan callados nos dijimos todo que ya ni me acuerdo de lo que hablábamos. Quisiera ser el aguacero que te despierta en las mañanas, dijeopensé. Pero ahora estoy tan solo que no quiero estar con nadie.
Alguien me habla: Soy el geocentrismo del siglo XIII. Copérnico era un fruto de durazno en mi entonces.
Digoopienso: ¡Hereje, apóstata, demiurgo! Aunque blasfemes en todas las lenguas sacras, yo no te creeré.
Pero llora con tanta convicción, le falta el aire con tanto desasosiego que hasta se me antoja creerle. Todavía no sé si existen o si yo me los invento; por los fantasmas, digo. Los imagino etéreos a veces, como voces sueltas, dejadas ahí sin cuerpo y con frío. Solo voces, y el silencio dándoles vida, rebotando, chocando unas contra otras en un espacio vacío de tiempo y aire.
Oigo sonidos de sirena. La policía me está buscando. El corazón se acelera, palpita a ritmo de miedo, de perdido sin nombre. Atino a esconderme. Pero dónde, por qué.
Desde adentro del árbol los veo (me acurruco), se bajan de a dos los cuatro. Uno invita cigarrillos a los tres y enciende el propio. Ninguno habla, solo miran, esperan algo, o a alguien. Los noto inquietos, ansiosos. Uno lanza su cigarrillo a mitad de camino, otro lo imita. Dos continúan fumando.  Alguien llega. (mutis por izquierda, mutis por derecha, todos para arriba, ra ra ra) Era Lucas. Lucas, el loco Lucas. Tenía un libro en la mano; siempre tenía un libro en la mano. No sabía leer, por eso pedía a cualquiera que se cruzara en su camino que le continuara la lectura que otro había abandonado; entonces empezaba una discusión de gestos y espasmos hasta que Lucas se cansaba. Lucas siempre se cansaba antes que su interlocutor. Nadie atinaba a explicarle el contenido del libro con la precisión que él requería, o con el entusiasmo que precisaban las cadencias de la trama. Lucas le acerca el libro a uno de los polis, el aludido  mira a sus compañeros y sonríe. Otro golpea el libro y lo manda al suelo de un palmazo. Lucas, indignado, se apresura a recoger el libro pero una patada en el hocico evita su propósito. Queda tendido. Libro y dueño, página abierta la sangre analfabeta. Las dos últimas colillas de cigarrillo acompañan ese trance silencioso que avanza lento como lava roja que pronto será roca. Nadie los ve, piensan, sé que lo piensan mientras miran nadie los ve. Pero a dónde van, por qué lo dejan.
Tiemblo, busco en mis bolsillos algún resto de alcohol o tabaco. Nada. Espero impaciente que alguien llegue y lo rescate. Salgo. Camino zigzagueando entre parapetos improvisados. Tropiezo. Llego. Lucas, Lucas, le digo. El hombre solo alcanza a soltar un quejido, un lánguido exabrupto escarlata mientras intenta comunicarse moviendo los dedos, haciendo gestos en el aire. El libro. Dónde está el libro.

Ahí tendido le volvió a acosar la recurente necesidad de mantenerse anacrónico a cualquier pulso, por más polirrítmicas que seducieran sus formas.


admirable la persistencia suicida del mosquito





Encuentro


Ir a un lugar donde nadie nos conozca, pasar desapercibido y poder ser cualquier persona.

Estaba en la esquina con su bastón. Me recordó a Borges. 
¿Lo ayudo señor?
Por favor –me dijo. Daba pasos cortos e inseguros, como dudando de mí, tanteando siempre el asfalto–. 
¿A dónde va señor? 
Debo llegar hasta un colegio, tengo una cátedra ahí. Soy nuevo por acá y todavía no conozco los lugares y voy con retraso. La puntualidad no siempre fue una cualidad que supiera disimular sin esfuerzo. Por lo menos ahora puedo justificar ese descuido con mi ceguera.
Disculpe la pregunta señor. ¿Hace cuánto quedó ciego?
Recién hace unas horas, cuando llegué a la ciudad.
¡Hace unas horas dice, señor! –dije sorprendido–.
Sí –contestó él, serenamente–. En cada ciudad que llego soy un hombre distinto. Acá soy un ciego.
Cómo así señor. No entiendo –dije. El hombre detuvo la marcha y me presionó el brazo en donde se apoyaba. Inclinó la cabeza hacia mí, como buscando mis ojos, y alcancé a ver entre los lentes oscuros cómo los suyos giraban sin sentido–. 
Yo puedo ser todos los hombres, menos uno: yo mismo –dijo, liberando la presión en mi brazo y siguió caminando, con una lentitud segura, hacia adelante–. 
¡Espere, señor! –grité–. Se detuvo antes de que el bastón volviera a tocar el piso, perfilándose ligeramente hacia atrás.
Entonces usted no está ciego –concluí con absurda seguridad–.
Tan ciego estoy que usted bien podría ser otra persona, menos la que dice o cree que es. Y sin embargo yo lo reconocería en cualquier otro lugar, en cualquier otra voz, en cualquier otro cuerpo.
Volvió a apoyarse en mi brazo derecho. Yo le prevenía de los escalones y las murallas, pero era él quien me guiaba. 
Entonces es usted todos los hombres y a la vez ninguno –dije, después de una larga reflexión, y esto, a mi pesar, sonó más a una afirmación que a una pregunta–.
Así de trágico y terrible –contestó secamente–.
¿Y cuál es la cátedra que da en el colegio, señor?
Literatura. Literatura universal –dijo, como corrigiéndose, levantando el índice hacia arriba-. Iba a comentar algo al respecto pero ya llegábamos al colegio. 
Creo que el aula queda por aquí –dijo, señalando el lugar preciso–.
Llegamos al aula. Los alumnos reconocieron al profesor de inmediato y se levantaron para saludad.
¡Bue-nas tar-des pro-fe-sor! –Dijeron en coro–.
Buenas tardes –respondió él antes que yo, y se presentó–.
De mí no sabrán más que el nombre, y eso ya es mucho. Y no saquen lápiz ni papeles. Lo que vengo a decirles no necesita ser escrito.
Comenzó a hablar de escritores, parafraseando a cada uno de ellos, mientras recorría con ligereza el lugar, como si conociera cada espacio y cada grieta en el piso. Nadie más que él habló.
Siempre que mis alumnos me preguntan quién era ese señor que llegó conmigo una vez, me quedo callado. No sé cómo explicarles que algo me dice que aquel hombre ciego, era yo.



Como carezco de los datos necesarios para ahondar en el los detalles de carácter técnico, y como mi intención no es dilucidar las dudas referentes a ese tema, voy a plantear un mero análisis superficial de la primera impresión que me dio esta nota de ABC, pero intuyo que esta observación grafica ya el “festín” en que consiste la sobreponderada expo.
De entrada el título (La expo de la gente) hace referencia a la “gente” para que todos aquellos que nos preciamos de serlo, nos sintamos de alguna forma aludidos e incluidos dentro de esa “cantidad inmensa de personas” que cada año visita la dichosa feria.
Ahora fijémonos en el epígrafe de la imagen que ilustra la nota: “a muestra culminará con una afluencia de unos 800.000 visitantes”. Además de la ausencia de una letra en la primera palabra, notamos que hace referencia a la cantidad de “gente” que asiste a la exposición, pero ese dato numérico no es tan inocente como aparenta. Sabemos que en la expo no vamos a encontrar exposiciones de “gente” del mercado (¿o esa no es gente?), ni al despensero de la esquina, ni al de la ferretería de al lado. ¿Por qué no encontraremos a esa “gente”?
La expo es prácticamente una vidriera exclusiva para las grandes empresas trasnacionales, así como también para el sector agroganadero, exportadores la mayoría, por eso sus productos no van a parar precisamente a la “gente” que por incapacidad económica no puede ir a la expo.

No pensé reirme
Hace tiempo ya que vengo escuchando esta graciosa frase con la que algunos acostumbran a concluir una especie de discurso expresado a través de carcajadas ¿Pero quién piensa en reírse antes de hacerlo?, si la risa es producto de un asombro, el espasmo de una sorpresa que desata una hilaridad repentina.
Sueño de una noche de ver ano
Y de repente estaba en el laburo con un cepillo de dientes incrustado en la boca. Me pareció raro pero no lo suficiente. Como me resultaba incómodo para hablar decidí quitármelo; al hacerlo percibo que algo quedó incrustado entre mis dientes y mis labios. Quito el objeto de mi boca y resulta ser una carcasa de enchufe.
Hasta ahora la interpretación de Giuli es la que me pareció más acertada. “parece que vos con el cepillo querés limpiar tus palabras, lo que decís y creés que pensás; pero no, todavía queda algo ahí, escondido, molestando en tu boca”.