Alguien
me habla: Soy el geocentrismo del siglo XIII. Copérnico era un fruto de durazno
en mi entonces.
Digoopienso:
¡Hereje, apóstata, demiurgo! Aunque blasfemes en todas las lenguas sacras, yo
no te creeré.
Pero
llora con tanta convicción, le falta el aire con tanto desasosiego que hasta se
me antoja creerle. Todavía no sé si existen o si yo me los invento; por los
fantasmas, digo. Los imagino etéreos a veces, como voces sueltas, dejadas ahí
sin cuerpo y con frío. Solo voces, y el silencio dándoles vida, rebotando,
chocando unas contra otras en un espacio vacío de tiempo y aire.
Oigo
sonidos de sirena. La policía me está buscando. El corazón se acelera, palpita
a ritmo de miedo, de perdido sin nombre. Atino a esconderme. Pero dónde, por
qué.
Desde
adentro del árbol los veo (me acurruco), se bajan de a dos los cuatro. Uno invita
cigarrillos a los tres y enciende el propio. Ninguno habla, solo miran, esperan
algo, o a alguien. Los noto inquietos, ansiosos. Uno lanza su cigarrillo a
mitad de camino, otro lo imita. Dos continúan fumando. Alguien llega. (mutis por izquierda, mutis por
derecha, todos para arriba, ra ra ra) Era Lucas. Lucas, el loco Lucas. Tenía un
libro en la mano; siempre tenía un libro en la mano. No sabía leer, por eso
pedía a cualquiera que se cruzara en su camino que le continuara la lectura que
otro había abandonado; entonces empezaba una discusión de gestos y espasmos
hasta que Lucas se cansaba. Lucas siempre se cansaba antes que su interlocutor.
Nadie atinaba a explicarle el contenido del libro con la precisión que él
requería, o con el entusiasmo que precisaban las cadencias de la trama. Lucas
le acerca el libro a uno de los polis, el aludido mira a sus compañeros y sonríe. Otro golpea
el libro y lo manda al suelo de un palmazo. Lucas, indignado, se apresura a
recoger el libro pero una patada en el hocico evita su propósito. Queda
tendido. Libro y dueño, página abierta la sangre analfabeta. Las dos últimas
colillas de cigarrillo acompañan ese trance silencioso que avanza lento como
lava roja que pronto será roca. Nadie los ve, piensan, sé que lo piensan
mientras miran nadie los ve. Pero a dónde van, por qué lo dejan.
Tiemblo,
busco en mis bolsillos algún resto de alcohol o tabaco. Nada. Espero impaciente
que alguien llegue y lo rescate. Salgo. Camino zigzagueando entre parapetos
improvisados. Tropiezo. Llego. Lucas, Lucas, le digo. El hombre solo alcanza a
soltar un quejido, un lánguido exabrupto escarlata mientras intenta comunicarse
moviendo los dedos, haciendo gestos en el aire. El libro. Dónde está el libro.
Ahí tendido le volvió a acosar la recurente necesidad de mantenerse anacrónico a cualquier pulso, por más polirrítmicas que seducieran sus formas.
Ahí tendido le volvió a acosar la recurente necesidad de mantenerse anacrónico a cualquier pulso, por más polirrítmicas que seducieran sus formas.
admirable la persistencia
suicida del mosquito
Encuentro
Ir a un lugar donde nadie nos conozca, pasar desapercibido y poder ser cualquier persona.
Estaba en la esquina con su bastón. Me recordó a Borges.
¿Lo ayudo señor?
Por favor –me dijo. Daba pasos cortos e inseguros, como dudando de mí, tanteando siempre el asfalto–.
¿A dónde va señor?
Debo llegar hasta un colegio, tengo una cátedra ahí. Soy nuevo por acá y todavía no conozco los lugares y voy con retraso. La puntualidad no siempre fue una cualidad que supiera disimular sin esfuerzo. Por lo menos ahora puedo justificar ese descuido con mi ceguera.
Disculpe la pregunta señor. ¿Hace cuánto quedó ciego?
Recién hace unas horas, cuando llegué a la ciudad.
¡Hace unas horas dice, señor! –dije sorprendido–.
Sí –contestó él, serenamente–. En cada ciudad que llego soy un hombre distinto. Acá soy un ciego.
Cómo así señor. No entiendo –dije. El hombre detuvo la marcha y me presionó el brazo en donde se apoyaba. Inclinó la cabeza hacia mí, como buscando mis ojos, y alcancé a ver entre los lentes oscuros cómo los suyos giraban sin sentido–.
Yo puedo ser todos los hombres, menos uno: yo mismo –dijo, liberando la presión en mi brazo y siguió caminando, con una lentitud segura, hacia adelante–.
¡Espere, señor! –grité–. Se detuvo antes de que el bastón volviera a tocar el piso, perfilándose ligeramente hacia atrás.
Entonces usted no está ciego –concluí con absurda seguridad–.
Tan ciego estoy que usted bien podría ser otra persona, menos la que dice o cree que es. Y sin embargo yo lo reconocería en cualquier otro lugar, en cualquier otra voz, en cualquier otro cuerpo.
Volvió a apoyarse en mi brazo derecho. Yo le prevenía de los escalones y las murallas, pero era él quien me guiaba.
Entonces es usted todos los hombres y a la vez ninguno –dije, después de una larga reflexión, y esto, a mi pesar, sonó más a una afirmación que a una pregunta–.
Así de trágico y terrible –contestó secamente–.
¿Y cuál es la cátedra que da en el colegio, señor?
Literatura. Literatura universal –dijo, como corrigiéndose, levantando el índice hacia arriba-. Iba a comentar algo al respecto pero ya llegábamos al colegio.
Creo que el aula queda por aquí –dijo, señalando el lugar preciso–.
Llegamos al aula. Los alumnos reconocieron al profesor de inmediato y se levantaron para saludad.
¡Bue-nas tar-des pro-fe-sor! –Dijeron en coro–.
Buenas tardes –respondió él antes que yo, y se presentó–.
De mí no sabrán más que el nombre, y eso ya es mucho. Y no saquen lápiz ni papeles. Lo que vengo a decirles no necesita ser escrito.
Comenzó a hablar de escritores, parafraseando a cada uno de ellos, mientras recorría con ligereza el lugar, como si conociera cada espacio y cada grieta en el piso. Nadie más que él habló.
Siempre que mis alumnos me preguntan quién era ese señor que llegó conmigo una vez, me quedo callado. No sé cómo explicarles que algo me dice que aquel hombre ciego, era yo.
Como carezco de
los datos necesarios para ahondar en el los detalles de carácter técnico, y
como mi intención no es dilucidar las dudas referentes a ese tema, voy a
plantear un mero análisis superficial de la primera impresión que me dio esta
nota de ABC, pero intuyo que esta observación grafica ya el “festín” en que
consiste la sobreponderada expo.
De entrada el
título (La expo de la gente) hace referencia a la “gente” para que todos
aquellos que nos preciamos de serlo, nos sintamos de alguna forma aludidos e
incluidos dentro de esa “cantidad
inmensa de personas” que cada año visita la dichosa feria.
Ahora fijémonos en el
epígrafe de la imagen que ilustra la nota: “a
muestra culminará con una afluencia de unos 800.000 visitantes”. Además
de la ausencia de una letra en la primera palabra, notamos que hace referencia
a la cantidad de “gente” que asiste a la exposición, pero ese dato numérico no
es tan inocente como aparenta. Sabemos que en la expo no vamos a encontrar
exposiciones de “gente” del mercado (¿o esa no es gente?), ni al despensero de
la esquina, ni al de la ferretería de al lado. ¿Por qué no encontraremos a esa
“gente”?
La expo es prácticamente una
vidriera exclusiva para las grandes empresas trasnacionales, así como también para
el sector agroganadero, exportadores la mayoría, por eso sus productos no van a
parar precisamente a la “gente” que por incapacidad económica no puede ir a la
expo.
No pensé reirme
Hace tiempo ya que vengo
escuchando esta graciosa frase con la
que algunos acostumbran a concluir una especie de discurso expresado a través
de carcajadas ¿Pero quién piensa en reírse antes de hacerlo?, si la risa es
producto de un asombro, el espasmo de una sorpresa que desata una hilaridad
repentina.
Sueño de una noche de ver ano
Y de repente estaba en el
laburo con un cepillo de dientes incrustado en la boca. Me pareció raro pero no
lo suficiente. Como me resultaba incómodo para hablar decidí quitármelo; al
hacerlo percibo que algo quedó incrustado entre mis dientes y mis labios. Quito
el objeto de mi boca y resulta ser una carcasa de enchufe.
Hasta ahora la interpretación
de Giuli es la que me pareció más acertada. “parece que vos con el cepillo
querés limpiar tus palabras, lo que decís y creés que pensás; pero no, todavía
queda algo ahí, escondido, molestando en tu boca”.
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