domingo, 24 de marzo de 2013

Sajonia

Después de eso salí a la noche sin rumbo fijo.  Otra vez así, condenado al ostracismo de las calles sin nombres, de sombras sin dueños; perdido en ese silencio oscuro profanado de a ratos por el aullido de algún perro vagabundo. Habían dicho que esas calles escondían vertiginosos misterios  y yo estaba lo suficientemente ebrio como para sondearlos. Ese lúgubre camino que por tanto tiempo se había postergado en mis pasos, ese asfalto con árboles que se encorvan de un lado a otro formando un arco largo entre vereda y vereda, esa bajada profunda, como de abismo sin retorno. Caminé durante horas, o al menos eso creí; es difícil precisar en ese estado el transcurso del tiempo. Abandonado a la arbitrariedad de los caminos sinuosos llegué hasta un parque aparentemente olvidado por los niños. Caminé hasta toparme con un enorme árbol que tenía un hueco casi igual de enorme en él. Entré. La oscuridad era pura, solemne, absoluta. Sentí que mis pupilas se dilataban al tiempo que mis manos exploraban la textura rugosa de las vísceras del árbol. Caminé dentro de él, palpando en semicírculo sus vértebras alteradas por grabados de letras que se juraban amor eterno. No pude evitar recordarte. Y esos recuerdos eran así como de fantasmas que deambulan en habitaciones cercanas, fantasmas que discuten un llanto de algo perdido. Así te veía, como en un poema escrito por otro,  en un anagrama desordenado de tu nombre; y yo como en exilio de tu patria diminuta, como un silencio de lluvia detrás de la ventana. Tan callados nos dijimos todo que ya ni me acuerdo de lo que hablábamos. Quisiera ser el aguacero que te despierta en las mañanas, dijeopensé. Pero ahora estoy tan solo que no quiero estar con nadie.
Alguien me habla: Soy el geocentrismo del siglo XIII. Copérnico era un fruto de durazno en mi entonces.
Digoopienso: ¡Hereje, apóstata, demiurgo! Aunque blasfemes en todas las lenguas sacras, yo no te creeré.
Pero llora con tanta convicción, le falta el aire con tanto desasosiego que hasta se me antoja creerle. Todavía no sé si existen o si yo me los invento; por los fantasmas, digo. Los imagino etéreos a veces, como voces sueltas, dejadas ahí sin cuerpo y con frío. Solo voces, y el silencio dándoles vida, rebotando, chocando unas contra otras en un espacio vacío de tiempo y aire.
Oigo sonidos de sirena. La policía me está buscando. El corazón se acelera, palpita a ritmo de miedo, de perdido sin nombre. Atino a esconderme. Pero dónde, por qué.
Desde adentro del árbol los veo (me acurruco), se bajan de a dos los cuatro. Uno invita cigarrillos a los tres y enciende el propio. Ninguno habla, solo miran, esperan algo, o a alguien. Los noto inquietos, ansiosos. Uno lanza su cigarrillo a mitad de camino, otro lo imita. Dos continúan fumando.  Alguien llega. (mutis por izquierda, mutis por derecha, todos para arriba, ra ra ra) Era Lucas. Lucas, el loco Lucas. Tenía un libro en la mano; siempre tenía un libro en la mano. No sabía leer, por eso pedía a cualquiera que se cruzara en su camino que le continuara la lectura que otro había abandonado; entonces empezaba una discusión de gestos y espasmos hasta que Lucas se cansaba. Lucas siempre se cansaba antes que su interlocutor. Nadie atinaba a explicarle el contenido del libro con la precisión que él requería, o con el entusiasmo que precisaban las cadencias de la trama. Lucas le acerca el libro a uno de los polis, el aludido  mira a sus compañeros y sonríe. Otro golpea el libro y lo manda al suelo de un palmazo. Lucas, indignado, se apresura a recoger el libro pero una patada en el hocico evita su propósito. Queda tendido. Libro y dueño, página abierta la sangre analfabeta. Las dos últimas colillas de cigarrillo acompañan ese trance silencioso que avanza lento como lava roja que pronto será roca. Nadie los ve, piensan, sé que lo piensan mientras miran nadie los ve. Pero a dónde van, por qué lo dejan.
Tiemblo, busco en mis bolsillos algún resto de alcohol o tabaco. Nada. Espero impaciente que alguien llegue y lo rescate. Salgo. Camino zigzagueando entre parapetos improvisados. Tropiezo. Llego. Lucas, Lucas, le digo. El hombre solo alcanza a soltar un quejido, un lánguido exabrupto escarlata mientras intenta comunicarse moviendo los dedos, haciendo gestos en el aire. El libro. Dónde está el libro.

Ahí tendido le volvió a acosar la recurente necesidad de mantenerse anacrónico a cualquier pulso, por más polirrítmicas que seducieran sus formas.


admirable la persistencia suicida del mosquito





Encuentro


Ir a un lugar donde nadie nos conozca, pasar desapercibido y poder ser cualquier persona.

Estaba en la esquina con su bastón. Me recordó a Borges. 
¿Lo ayudo señor?
Por favor –me dijo. Daba pasos cortos e inseguros, como dudando de mí, tanteando siempre el asfalto–. 
¿A dónde va señor? 
Debo llegar hasta un colegio, tengo una cátedra ahí. Soy nuevo por acá y todavía no conozco los lugares y voy con retraso. La puntualidad no siempre fue una cualidad que supiera disimular sin esfuerzo. Por lo menos ahora puedo justificar ese descuido con mi ceguera.
Disculpe la pregunta señor. ¿Hace cuánto quedó ciego?
Recién hace unas horas, cuando llegué a la ciudad.
¡Hace unas horas dice, señor! –dije sorprendido–.
Sí –contestó él, serenamente–. En cada ciudad que llego soy un hombre distinto. Acá soy un ciego.
Cómo así señor. No entiendo –dije. El hombre detuvo la marcha y me presionó el brazo en donde se apoyaba. Inclinó la cabeza hacia mí, como buscando mis ojos, y alcancé a ver entre los lentes oscuros cómo los suyos giraban sin sentido–. 
Yo puedo ser todos los hombres, menos uno: yo mismo –dijo, liberando la presión en mi brazo y siguió caminando, con una lentitud segura, hacia adelante–. 
¡Espere, señor! –grité–. Se detuvo antes de que el bastón volviera a tocar el piso, perfilándose ligeramente hacia atrás.
Entonces usted no está ciego –concluí con absurda seguridad–.
Tan ciego estoy que usted bien podría ser otra persona, menos la que dice o cree que es. Y sin embargo yo lo reconocería en cualquier otro lugar, en cualquier otra voz, en cualquier otro cuerpo.
Volvió a apoyarse en mi brazo derecho. Yo le prevenía de los escalones y las murallas, pero era él quien me guiaba. 
Entonces es usted todos los hombres y a la vez ninguno –dije, después de una larga reflexión, y esto, a mi pesar, sonó más a una afirmación que a una pregunta–.
Así de trágico y terrible –contestó secamente–.
¿Y cuál es la cátedra que da en el colegio, señor?
Literatura. Literatura universal –dijo, como corrigiéndose, levantando el índice hacia arriba-. Iba a comentar algo al respecto pero ya llegábamos al colegio. 
Creo que el aula queda por aquí –dijo, señalando el lugar preciso–.
Llegamos al aula. Los alumnos reconocieron al profesor de inmediato y se levantaron para saludad.
¡Bue-nas tar-des pro-fe-sor! –Dijeron en coro–.
Buenas tardes –respondió él antes que yo, y se presentó–.
De mí no sabrán más que el nombre, y eso ya es mucho. Y no saquen lápiz ni papeles. Lo que vengo a decirles no necesita ser escrito.
Comenzó a hablar de escritores, parafraseando a cada uno de ellos, mientras recorría con ligereza el lugar, como si conociera cada espacio y cada grieta en el piso. Nadie más que él habló.
Siempre que mis alumnos me preguntan quién era ese señor que llegó conmigo una vez, me quedo callado. No sé cómo explicarles que algo me dice que aquel hombre ciego, era yo.



Como carezco de los datos necesarios para ahondar en el los detalles de carácter técnico, y como mi intención no es dilucidar las dudas referentes a ese tema, voy a plantear un mero análisis superficial de la primera impresión que me dio esta nota de ABC, pero intuyo que esta observación grafica ya el “festín” en que consiste la sobreponderada expo.
De entrada el título (La expo de la gente) hace referencia a la “gente” para que todos aquellos que nos preciamos de serlo, nos sintamos de alguna forma aludidos e incluidos dentro de esa “cantidad inmensa de personas” que cada año visita la dichosa feria.
Ahora fijémonos en el epígrafe de la imagen que ilustra la nota: “a muestra culminará con una afluencia de unos 800.000 visitantes”. Además de la ausencia de una letra en la primera palabra, notamos que hace referencia a la cantidad de “gente” que asiste a la exposición, pero ese dato numérico no es tan inocente como aparenta. Sabemos que en la expo no vamos a encontrar exposiciones de “gente” del mercado (¿o esa no es gente?), ni al despensero de la esquina, ni al de la ferretería de al lado. ¿Por qué no encontraremos a esa “gente”?
La expo es prácticamente una vidriera exclusiva para las grandes empresas trasnacionales, así como también para el sector agroganadero, exportadores la mayoría, por eso sus productos no van a parar precisamente a la “gente” que por incapacidad económica no puede ir a la expo.

No pensé reirme
Hace tiempo ya que vengo escuchando esta graciosa frase con la que algunos acostumbran a concluir una especie de discurso expresado a través de carcajadas ¿Pero quién piensa en reírse antes de hacerlo?, si la risa es producto de un asombro, el espasmo de una sorpresa que desata una hilaridad repentina.
Sueño de una noche de ver ano
Y de repente estaba en el laburo con un cepillo de dientes incrustado en la boca. Me pareció raro pero no lo suficiente. Como me resultaba incómodo para hablar decidí quitármelo; al hacerlo percibo que algo quedó incrustado entre mis dientes y mis labios. Quito el objeto de mi boca y resulta ser una carcasa de enchufe.
Hasta ahora la interpretación de Giuli es la que me pareció más acertada. “parece que vos con el cepillo querés limpiar tus palabras, lo que decís y creés que pensás; pero no, todavía queda algo ahí, escondido, molestando en tu boca”.











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