sábado, 4 de enero de 2014

Oración

Profundamente, ya habiendo experimentado los placeres y las desdichas humanas del mundo, no todos, los suficientes quizá para reconocer, desde un autoanálisis que no busque sabotearme sino aproximarme lo más sinceramente a mi verdad, podría decir que no haría falta mucho para persuadirme de continuar este trayecto terrenal. No veo a esta idea con el dramatismo de un suicida sin vocación, sino con la sinceridad de quien percibe que inconscientemente funciona un mecanismo que nos revela a nosotros mismos. Este mecanismo sería la metáfora que hay detrás de nuestros actos, en la palabra que no se dice, en el silencio que nos esconde. Existe un estado en el que conviene abandonarnos en la tranquilidad de esa certeza que nos absorbe y envuelve de una paz y de un amor (por darle un nombre, que no le hace justicia), y sentir desde el espíritu que es cierto, aunque la razón desconfíe. La idea es luchar contra ese yo que creemos ser, que sostenemos actuando al personaje. Cuando  se desmoronan todas las estructuras que sostenían nuestras antiguas verdades, y nos creemos locos, perdidos, porque el susto de estas revelaciones nos desestabilizan, y comprendemos que es necesario caminar lo más descalzo posible, lo más desnudo que podamos, para llegar puros, para no alejar la mirada. Y si tropezamos, poder volver, querer volver y actuar en consecuencia. De la misma forma esta certeza divina me revela un misterioso designio, a través de este camino que ya estoy transitando; el destino es él, Dios, la esencia de todo, energía divina. El trayecto es lo que debo asimilar y lucharlo.

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